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LA BRUJA DEL TRANVÍA

Cuento enviado por WENDY LEE (fan del blog)

Ingrid vivía en una comunidad muy pobre, en una remota provincia llamada Tierramuerta, debido a que casi nada se cosechaba allí, por la gracia de Dios, el pedacito de tierra en donde tenia su casucha daba grandes y gustosos pimientos los cuales su madre vendía para poder subsistir. Ingrid tenia ya doce años cumplidos y su sueño era poder ir a la escuela, como su vecino Ricardo, cuyo padre, decían las malas lenguas, había ido al extranjero a buscar fortuna y la había conseguido.

—Cuando sea mayor y termine la universidad, tal vez me convierta en alcalde de esta provincia, haré pavimentar las calles, igual que en la capital… ¿has ido a la capital?—le preguntó
Ricardo a Ingrid, con sus ojos cafés soñadores.

—No…—contestó Ingrid e hizo un mohín haciéndole ver que era obvio.

—Pues te llevaré algún día, cuando reconstruya el tranvía.

Aquél tranvía que se podía ver si se asomaban a las fueras de las casas, había quedado hecho ruinas hacía más de una década luego de un fatal accidente en el que muchos hombres, mujeres y niños perdieron la vida. El tranvía no solo era un medio de transporte, sino que era lo que facilitaba el comercio a los hombres y brindaba esperanzas a los que se atrevían a dejar Tierramuerta para buscar nuevos horizontes en la capital, pero luego del fatídico día en que el tren se descarriló y fue a parar a un precipicio, el gobierno y el mundo entero se había olvidado de que existe una comunidad llamada Tierramuerta.

—Tengo una sorpresa para ti, Ingrid.—le dijo su madre una mañana con una sonrisa de dientes disparejos y manchados por la falta de atención dental, pero que aún así, era capaz de iluminar la pequeña habitación que compartía con su hija.

—¿Hoy habrá panqueques de desayuno?—preguntó con una alegría fingida.

—No… mucho mejor que eso.— Su madre volvió a sonreir de muela a muela.

—¿Un buen samaritano compró todos los pimientos?

—No, niña taruga. ¿Quieres ver lo que hay en estas bolsas?

Encogiéndose de hombros, Ingrid fue hacia las bolsas y fue indescriptible todas las expresiones que hizo su rostro al ver lo que se encontraba en ellas. Había una mochila morada, dos cuadernos y un par de lápices.

—Vendí los suficientes pimientos como para comprarte un futuro.—dos lágrimas que Ingrid no vio se escaparon de los ojos de doña Lupe.

—Ya está.—doña Lupe le había dado las últimas puntadas al vestido raído y lleno de parches que usaría Ingrid para su primer día de clases.

—Mamá, mis zapatos tienen hambre.—dijo sacando parte de sus dedos de la punta abierta de sus zapatos negros.

—Ponte unos calcetines negros y no se notará.—le dio un beso en la mejilla, Ingrid solo suspiró.

En la puerta de su casa, la esperaba Ricardo, con su camiseta escolar planchada y almidonada, el cabello lamido hacia atrás, sus pantalones a la medida y sus zapatos recién lustrados, cargaba una mochila de piel marrón.

—Te va a gustar la escuela. Tal vez te pongan un tiempo con los niños más pequeños mientras aprendes a leer y escribir; si aprendes rápido, te moverán al aula de avanzados, pero si eres lenta, portarás las orejas de asno…—le decía Ricardo mientras se encaminaban de la mano hacia la escuela, la única escuela de Tierramuerta.

—Ingrid, ya que usted es la mayor del grupo, ¿podría decirme cuáles son las vocales?—Su maestra, la señorita Díaz, era una joven flacucha de cabello castaño y ojos diminutos, pero compasivos.

Ingrid sabía las vocales, o creyó saberlas, pero al preguntársele de pronto y ver todos esos ojitos inquisitivos de niños más pequeños sobre ella la pusieron nerviosa y no le salían las palabras.

—¡A-E-I-O-U más sabe un burro que tú! ¡A-E-I-O-U más sabe un burro que tú!

—A-E-I-O-U más sabe un burro que tú! ¡A-E-I-O-U más sabe un burro que tú!

Comenzaron a gritar todos los niños al unísono para avergonzarla y desesperada y llena de lágrimas, salió corriendo de la escuela, pese a que la señorita Díaz trató de detenerla.

No quería llegar a casa tan temprano, su madre se decepcionaría si supiera lo que había pasado. Profundamente triste, comenzó a vagar por el camino y llegó hacia las viejas vías del tren, donde ningún niño osaba jugar, había una leyenda urbana que decía que el tren que una vez hubo allí reaparecía destartalado y veloz y arrollaba a los transeuntes.

Algo, o más bien alguien, sacó a Ingrid de sus pensamientos, una anciana escuálida, con el pelo blanco y desaliñado, con la piel tan arrugada como si tuviera al menos quinientos años estaba sentada al final de las vías, la punta que daba al precipicio y le sonrió a Ingrid mostrando unos dientes muy pequeñitos, separados y afilados.

—Señora, no debería estar ahí, podría caerse…—Mientras Ingrid la miraba muy preocupada, la vieja la miraba con mucha atención y con una sonrisa hechizada en su rostro que producía escalofríos, a Ingrid se le enchinó toda la piel.

—Eres muy linda. Tu piel es tan tersa, tu cabello es tan negro…—le dijo aún sentada y estiró un brazo flacucho, arrugado y larguísimo para tomar un mechón del cabello de Ingrid en sus dedos huesudos.

—Debo irme, señora, ya debe ser hora de comer…—Ingrid trató de disimular su miedo y volteó para irse, pero una fuerza sorprendente salió del agarre de la vieja y la retuvo hasta tumbarla, aunque su cuerpo permanecía en tierra firme, su cabeza daba hacia el precipicio.

—Si quieres volver a casa, deberás darme algo a cambio.—el rostro de la anciana que antes parecía tener una sonrisa perenne, se había vuelto una mueca tenebrosa.

—No tengo nada, soy muy pobre…—dijo desesperada mientras miraba hacia los lados y cerraba los ojos y apretaba el rostro al ver la altura desde la que caería si la anciana decidiera arrojarla.

—Te equivocas, Ingrid. —los ojos de la vieja brillaron diabólicamente.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Te dejaré ir si a cambio me das tu belleza.—dijo sin contestar la pregunta de Ingrid.

—¿Mi belleza?—preguntó Ingrid con desconcierto.

—Y tu juventud…—le susurró y a la pobre se le heló toda la piel.

—Por favor, no me quiero caer…

—¿Quieres vivir, pequeña Ingrid?

—Por favor…—suplicó llorando.

—Tu belleza y juventud a cambio de tu vida…

Ingrid lo pensó un momento, no quería morir hecha pedazos en las rocas, pero tampoco quería vivir con la apariencia de aquella anciana.

—¡No! ¡No hare tratos con usted!

—¡Arrggh!—Gritó la anciana con mucha rabia y frustración la empujó un poco más hacia el vacío.

Era cierto que podía salvarle la vida a cambio de su juventud, pero debía ser voluntario, Ingrid debía estar dispuesta a ese sacrificio, de lo contrario, de nada serviría matarla, ella moriría siendo joven y bella, lo cual sería un desperdicio y la vieja seguiría siendo vieja…

—¡Bah! En estos tiempos la gente se ha vuelto tan vanidosa. Te propongo algo…

—Ya déjeme ir…

—Te libraré de mí si consigues un reemplazo.

—¿Un reemplazo?

—¡Sí! Debes ofrendarme otra joven hermosa que haga el sacrificio por ti, de lo contrario, en tres días iré por ti, tomaré tu apariencia y tú portarás este cuerpo viejo y cansado por toda la eternidad.

—¡Está bien!— dijo ya Ingrid desesperada.

En cuestión de segundos, la anciana desapareció, dejando una estela de humo en su lugar. Ingrid se puso de pie y se sacudió el vestido, se preguntaba si lo que acababa de ocurrir había sido un juego de su imaginación.

Cuando Ingrid llegó a su casa, se imaginó el sermón que le daría su madre por llegar tarde, sin embargo, para su desconcierto, su madre la recibió muy alegre, olía a pollo asado y a pan recién horneado.

—¡Ingrid! ¿Cómo te fue en la escuela?

—Bien…—respondió sin atreverse a decirle todo lo que le había ocurrido.

—Me alegro. Quiero que conozcas a alguien…

Su madre la guió hacia el pequeño salón de escasos y deprimentes muebles, en una mecedora se encontraba aquella anciana sonriéndole. Estuvo a punto de desmayarse.

—¿Qué hace usted en mi casa?—fue la reacción impulsiva de Ingrid, temiendo por su vida y la de su madre.

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—¡Ingrid! ¿Qué modales son esos?—la reprendió su madre sumamente avergonzada.

—Mamá, tienes que sacarla de aquí, ¡cuanto antes!

—Mira niña, déjate de tarugadas y mejor sé agradecida, esta pobre señora está compartiendo su comida con nosotros, ¿recuerdas la última vez que tuvimos una comida decente?

Con un sentimiento de culpa, Ingrid se sentó a la mesa, decidida a no quitarle a su madre el privilegio de una comida deliciosa que no tenían en mucho tiempo. La bruja lanzaba miradas furtivas hacia ella, llenas de advertencias.

—Iré por la jarra de jugo.—doña Lupe se excusó, dejando a su hija sola con la bruja.

—Yo ya acepté su trato, no tenía por qué venir a mi casa.—le dijo entre dientes para que su madre no la escuchara.

—Tenía que asegurarme de que cumplieras con el trato. Tómalo como una garantía…

—¿Garantía?

—Si en tres días no consigues un reemplazo, tomaré a tu madre en tu lugar. Ella es mucho más fácil de convencer que tú.—le guiñó un ojo mientras mordía un pedazo de pan. Acto seguido, desapareció dejando nuevamente su estela de humo.

—Aquí está, jugo de naranjas recién exprimidas… ¿y a dónde se fue la señora?—preguntó doña Lupe con extrañeza a lo que Ingrid solo se encongió de hombros.

Los siguientes dos días, Ingrid no había ido a la escuela debido a las fuertes lluvias que habían caído y a medida que se vencían los días del acuerdo con la bruja, su angustia crecía más. Ya al día tercero, había amanecido con un sol radiante, recibió la mañana con alegría, una alegría que rato después se evaporó al recordar que se vencía el acuerdo.

Ricardo la esperaba en la puerta, como de costumbre, esa vez le había dado un caramelo, el cual Ingrid devoró en seguida.

—Esas son las vocales, solo esas cinco, todas las demás son consonantes, apréndetelas y ya no se burlarán de ti.—le iba diciendo Ricardo en el camino, repasando las lecciones de su libro.

—Ya no me importa. No me gusta la escuela.

—Eso es porque aún no sabes nada, ya que aprendas a escribir y leer, te pasarán a avanzado con mi grupo…

Una vez en clases, Ingrid hizo su mejor esfuerzo y no le fue tan mal. Pudo escribir las vocales, o al menos lo intentó…

—Esos trazos parece que están borrachos, la A no lleva las patitas tan abiertas…—se le acercó la maestra Díaz.

Llegó el recreo. Las chicas y los chicos formaban dos grupos. Ingrid se sentó junto a unas chicas que debían ser de su edad más o menos. Sacó de su lonchera pan y pollo que había sobrado de aquél festín en su casa, lo que despertó la envidia de sus compañeras.

—Oh, miren, la burra de la escuela ha traído todo un manjar.—dijo una y en seguida Ingrid se tensó.

—Vaya, sería una pena que alguien viniera y se la escupiera…—dijo la segunda y fue la tercera quien le escupió la comida.

Ingrid se puso de pie, llorando de rabia. En ese momento, un pájaro negro voló sobre la chica que había escupido la comida de Ingrid, soltó su escremento sobre la cabellera rubia y sedosa de la niña malvada.

—¡Uy!

—¡Qué asco!—expresaron las otras dos niñas e Ingrid se percató de que aquél pajarraco se había vuelto humo, supo de quién se trataba.

Ya a la salida, con las tripas rogando por comida, la rabia y el resentimiento crecieron en el corazón de Ingrid, junto con su deseo de venganza. Esperó a la chica que había escupido su comida para tenderle una trampa. Ella no iba a sacrificar a su madre que era una buena mujer por una chica malvada. La suerte estaba echada.

—Oye, Regina…

—¿Qué quieres?

—Quería que fueramos juntas a casa, es menos aburrido que ir sola…—Ingrid comenzó a tramar su plan.

—¿Estás loca? ¿Qué creen que dirían las chicas si me ven juntándome con la mensa de la escuela?—Ingrid tuvo que reprimir no solo su coraje, sino las lágrimas. Era horrible ser marginado.

—No se enterarán. Conozco un atajo y además hay una anciana muy noble que convida de su majestuosa despensa.

—¡No me digas!—Regina se cruzó de brazos y torció los labios con desdén.

—Es cierto, hace dos días mi madre y yo tuvimos un festín, ¿o de dónde crees tú que saqué el pollo asado que iba a comerme en el recreo?

A Regina le pareció que tenia sentido y decidió acompañar a Ingrid. Ya cansada de caminar, comenzó a dudar y a sentir temor, sabía que esa ruta conducía al viejo tranvía.

—¡Quiero irme! ¡Tú eres una mentirosa! Por aquí no se llega a casa ni hay ninguna anciana bondadosa que…

—Hola, Regina…—le saludó la bruja haciendo su aparición y que la chica se paralizara en el acto.

—¿Cómo sabe mi nombre?—preguntó retrocediendo hasta quedar al borde del precipicio, la bruja la sujetó antes de caer.

Ingrid observaba todo en una distancia prudente. Se sentía aterrada igualmente. Miró hacia los ojos de Regina que reflejaban aquella desesperación que ella había experimentado hacía unos días, por alguna razón, su venganza no le hacía sentir feliz, sino más miedo aún, miedo de sí misma y de lo que podría llegar a ser capaz.

—Eres muy linda, Regina… tu rostro es tan terso… tu cabello es tan rubio como el sol…—esas palabras le produjeron a Ingrid el mismo escalofrío de aquella vez.

—Déjeme ir, por favor, mi papá se enfada mucho cuando llego tarde…

—Lo siento, querida, pero un trato es un trato, ¿verdad, Ingrid?—le preguntó la bruja con intención.

—¿De qué trato hablan? Ingrid, por favor… no dejes que me haga daño, ayúdame, no le diré de esto a nadie, seré tu amiga…—suplicaba Regina al borde el precipicio.

Hace unas horas, Ingrid estaba sedienta de venganza, o tal vez de algo parecido a la justicia, pero ahora que veía a Regina en esa situación, en ese miedo, ya no le interesaba vengarse, simplemente no quería llevar su muerte o su desgracia en la consciencia.

—Te perdonaré la vida a cambio de tu belleza y tu juventud…—le propuso la bruja a Regina, riéndose con aquellos dientes menudos y afilados.

—¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir! Por favor…—decidió Regina sin pensar en la que sería su apariencia al haber elegido su vida a toda costa.

Fue esto lo que hizo a Ingrid sentirse peor, el hecho de que Regina prefería vivir, volver a estar con su padre, aunque eso supusiera llevar una apariencia horrible. No solo esto comprendió Ingrid, sino además que las apariencias engañan y dominan a veces los valores y principios de una persona. Regina tal vez no era mala, sino que seguía las normas dictadas por un grupo de chicas para ser aceptada. Tal vez ella no era consciente del daño que hacía rechazar, marginar a un compañero, el dolor y la frustración que eso causaba, pero claramente, no merecía vivir así. Ingrid tal vez no hacía daño a nadie, pero era vanidosa y a veces egoísta, entonces descubrió que en el fondo no era diferente a Regina. Que ambas habían cometido un error y estaban en su derecho porque eran humanas, merecían una oportunidad.

—Tú eliges, mocosa. Tu vida o tu belleza…

—¡Ya le dije que quiero vivir!—Gritó Regina otra vez.

—¡Basta! No tiene por qué hacernos elegir, no es nuestra culpa que usted sea vieja y poco agraciada, además, ¿de qué le serviría nuestra belleza si por dentro usted seguirá siendo la misma bruja malvada?—la retó Ingrid.

Fue un momento de tensión para Regina que no sabía exactamente qué se proponía Ingrid, ¿a caso no había sido ella que la había puesto en esa situación?

—¿Qué es lo que propones?—le preguntó la bruja a Ingrid.

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—¡No le propongo nada! No tenemos la culpa de su desgracia, no puede hacernos pagar por ello, déjenos ir, nosotras también seremos viejas algún día y no iremos por ahí a sacrificar personas porque tienen lo que nosotras no tenemos, tenemos que aceptar lo que somos.

—¿Y qué es lo que eres, Ingrid?

—Soy vanidosa, egoísta, vengativa… pero es parte de lo que soy, de mi lado malo y no me siento bien por ello, pero… no es culpa de nadie que yo sea así…

Ingrid no se dio cuenta del momento en que la vieja bruja se había transformado en una mujer de belleza sencilla y sonrisa afable.

—En eso consiste nuestra humanidad, Ingrid, de cometer errores y aprender de ellos, pero sobre todo, reconocerlos y tratar de ser mejor.

Se habían quedado desconcertadas las dos niñas, pero sintieron un alivio y una paz que no podían describir. El secreto que ambas compartían sobre aquella anciana misteriosa las haría amigas para siempre.

Fin

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