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La peste del sótano (Primera parte)

El olor nauseabundo no se marcharía jamás, mi nariz estaba irritada de tanto cubrirla con pañuelos aromatizados; desde que nos mudamos hace un mes a esta casa, mi marido y yo habíamos vivido un secuencia de sucesos extraños; para mí, el más constante es este pestilente aroma y aún más aterrador, los ruidos provenientes del sótano.

Siempre he sido en extremis temerosa, nunca me ha gustado descubrir por mí misma los misteriosos sonidos que algunas viejas casas emiten, de niña ocultaba mi humanidad bajo las sabanas hasta el amanecer, eso me daba la certidumbre, de al menos, pasar desapercibida ante el ojo sobrenatural o la presencia de un profesional de lo ajeno.

Cuando me casé con mi esposo (Donald McAllister) nos mudamos a una pequeña casa en Long Island, las primeras semanas fueron una hermosa novela de Barbara Cartland. Que placentero era dormir por las noches bajo la protección de mi hombre, deje de temer a la obscuridad y a los miedos que la imaginación crea en la madrugada, los simples y pequeños crujidos de las paredes de madera, dejaron de ser una preocupación para mí, con Donald me sentía segura.

Mi carácter temeroso y sumiso hizo de nuestra relación un balance perfecto, pues su mal genio difícilmente encontraba en mi un eco conflictivo, vivimos los últimos cinco años en esa ciudad, hasta que la tranquilidad de nuestra zona cambió, agentes policiales habían encontrado en las ciénagas del distrito, el descompuesto cadáver de una estudiante de secundaria, había sido estrangulada y violada en múltiples ocasiones, este suceso fue el inicio de una seguidilla de asesinatos sin discrimine, el temor fue en aumento y la desconfianza se fincó entre los habitantes de la ciudad, teníamos miedo de salir, no existían posibles pistas para dar con el asesino.

Mi horror fue percibido por Donald, quien propuso como medida tranquilizadora mudarnos de ciudad, pues sabía en demasía de mi carácter nervioso. Yo, con más dudas por no molestar su comodidad, terminé aceptando ante su insistencia, por lo que en los próximos días nos trasladamos a Queens.

En Queens, Donald se interesó por una casona antigua, hecha con acabados complejos y vitrales tipo gótico, la atmósfera fúnebre de la casa le atrajo, parecía absorbido por el inmueble, pero lo que más llamó su atención fue el sótano; para ingresar a él, había que salir al jardín trasero, el umbral de este eran un par de puertas de madera que daban acceso unas escaleras inclinadas, mismas que te trasladaban por debajo de la casa. Yo, fiel a mi forma de ser, expuse a mi marido mi negativa de visitar esa parte del inmueble, siempre he asociado a los sótanos con guaridas de espíritus longevos y demonios de viejos ritos. Donald comprendía y me deslindaba del proceso de limpieza ahí, cosa que él asumiría.

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Después de una semana de asear nuestra nueva residencia, noté que pasamos por alto alguna parte del hogar, pues un olor despreciable y rancio se colaba por mis fosas nasales, lo más curioso en este punto de la anécdota, era que mi esposo no percibía tal olor, solo yo me asqueaba con la pestilencia que despedía las entrañas de la casona. Al día siguiente, aprovechando que Donald se marchaba a trabajar, volví a limpiarlo todo, la trabajosa tarea parecía dar frutos, pues el fortísimo olor a detergente y jabones frutales opacaba la peste.

Sin embargo, ese hedor parecía no marcharse del todo, levantaba mi nariz como sabueso tratando de buscar el origen de tan desgraciado olor, pero lo hacía mal, la peste brotaba de entre las diminutas hendiduras que se formaban en las maderas del suelo, provenía del sótano.

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Me sentía temerosa de bajar y asear, sin embargo tomé fuerzas para coger mis artículos de limpieza y cumplir con la tarea que mi marido de seguro había olvidado hacer; cuando un sonido me desalentó, un lamento emergía desde el suelo, iba de menos a más, su gutural sonido hizo darme escalofríos en la espalda; solté los detergentes y escobas para refugiarme en el cuarto, no estaba loca, estaba segura de lo que había oído. No salí de mi alcoba durante todo el día, espere paciente la llegada de mi esposo hasta el anochecer. A su arribo, él me encontraba sentada y temblando sobre la cama, le expliqué lo sucedido, y decidió echar un vistazo, le pedí que no fuera, que era peligroso, pero él estaba determinado; siempre escéptico de las causas sobrenaturales, decidió salir de la casa y bajar al sótano.

Para leer la segunda parte, click aquí.

 

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Pedro Luna Creo

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